Eustorgio A. Domínguez D.
Si analizamos de forma detenida el funcionamiento, concepto y esencia de un Estado, nos daremos cuenta de que no se basa en reglas inquebrantables o infranqueables, los Estados son lo que son gracias a la confianza que en él tienen los distintos miembros de la sociedad, toda la maquinaria funciona gracias a que existe un sentimiento implícito o explícito de legitimidad hacia el Estado, creemos en la figura de un presidente, diputado o magistrado por que confiamos y aceptamos las reglas de una determinada organización social. Pero al final de cuentas, esa creencia, esa confianza sólo puede perdurar en base al respeto que se siga teniendo por la organización social a la que se pertenece, es decir, si para mí ya no tiene importancia la organización, no tengo que creer en la estructura establecida de que hay un presidente que dirige el país, en un diputado que crea las leyes y mucho menos en un magistrado que aplica la ley. Esto provoca una ruptura en el ‘contrato social’ que existía entre el ciudadano y la organización.
En términos reales, si una persona deja de creer en la organización, esto no tiene efectos trascendentales para el Estado, pues al final uno es menor que los millones de personas que sí creen y que mantienen la confianza en el modelo. Pero cuando esa pérdida de credibilidad pasa de una persona a cientos o incluso miles y millones, el Estado enfrenta una crisis que lo puede conducir a un triste final, porque cada vez más las personas se van a sentir identificadas con ese sector que ya no cree en la organización, lo que se va a convertir en un problema de estabilidad para la estructura social que estaba definida.
Pero, ¿por qué hablo de esto?, muy sencillo, la pérdida de credibilidad en una organización no surge de la nada, debe existir un motivo tan grande, importante y que cause tanto disgusto para que la confianza que se tenía, desaparezca. Si una población es medianamente feliz o al menos se encuentra dentro del rango de lo aceptable, no existiría ninguna razón para que dejen de creer en el modelo social, con todo lo que ello implica, pues hay que tener en cuenta que una persona tendría muchos menos problemas si cumpliera con lo establecido por el Estado y siguiera todas las normas que están presentes, por lo tanto, debe existir un motivo que impulse a la persona y que de una forma u otra la haga pensar que a ella y a otros les iría mejor fuera de la organización o incluso, si la misma tal y como la conocen, dejara de existir.
En Latinoamérica, para no hablar sólo de Panamá, el sentimiento que tienen grandes de sectores de la población es que la impunidad, corrupción y olvido de las necesidades sociales, son el común denominador. Cada vez más podemos encontrar a grupos de acción social que alzan su voz para manifestarse por realidades o acciones que toman los gobiernos de sus respectivos países, hasta ese punto, todo es normal, pues en el vaivén político y social, es normal que existan diferentes opiniones. Pero cuando esas manifestaciones son demasiado grandes y reiteradas e incluso, con un leve a moderado uso de violencia o que todo indica que es el siguiente paso, se debe actuar muy rápido e intentar apaciguar las cosas por medio del diálogo. La gran mayoría de los desenlaces violentos que se dan en manifestaciones o en momentos de gran coyuntura social, son el resultado de una lectura ineficiente y tardía por parte de los tomadores de decisiones.
En términos de gobernabilidad y de estabilidad política, es erróneo exigir sacrificios a los ciudadanos cuando el mensaje que tu das es incorrecto o es contrario a lo que pides. Por poner un ejemplo, tenemos el caso de Colombia, el gobierno quería impulsar una reforma tributaria que iba a afectar a las personas más golpeadas por la pandemia, lo cual repercutiría de una forma u otra en su calidad de vida y en la forma en cómo la afrontaban, pero es muy difícil impulsar algo como eso cuando tu gobierno no ha sido transparente, cuando tu manejo de la pandemia ha sido duramente cuestionado, cuando el sentir es quien reina la impunidad y la corrupción en distintas esferas gubernamentales y por supuesto, debido a que las personas sienten que el dinero de sus impuestos no logra verse traducido en una mejor calidad de vida, en más seguridad, en mejores servicios sociales, educación y muchas otras necesidades básicas.
El mayor peligro que puede existir para la supervivencia del Estado es que los encargados de gobernar sean distantes con el pueblo que los eligió, porque al final se va a cansar, va a llegar a su límite y el conflicto social va a estallar, se tambaleará la estabilidad política y la forma normal de vivir como la conocemos se verá afectada hasta tanto se logre nuevamente un equilibrio, pero lo que no dejará de estar presente son unas inmensas grietas sociales que indudablemente afectarán el futuro de las nuevas generaciones y cambiará la forma en la que somos como país.
Es necesario actuar antes de que sea demasiado tarde, el diálogo es la única vía posible para hacer frente a los problemas y desigualdades que tiene nuestro país. Hay que escuchar el clamor ciudadano, es necesario construir mecanismos que incentiven y permitan la participación ciudadana en la vida social y política, es necesario actuar con la contundencia que es debida cuando se está ante escándalos y problemas sociales de gran envergadura, es necesario enviar un mensaje a la población que demuestre que la justicia, honestidad y rectitud es lo único que debe imperar en el actuar gubernamental y que quien actúe de otra forma se atendrá a las consecuencias.
Es necesario escuchar y hacerle frente al clamor ciudadano y realizar todo lo posible para que esas preocupaciones y problemas se vean reducidos en la mayor medida de los posible, sin que sea necesario recurrir a la violencia como medio para exigir cambios. Estamos a tiempo de evitar un desastre.